jueves, 12 de octubre de 2017

Caridad y lucidez: el Yin y el Yang del poema*



1.    El Sentido

El sentido del poema es acechar el sentido, indagarlo. A modo de cazador, ponerle trampas al sentido, azuzarle sus jaurías. Acaso el sentido no exista, pero no importa. La dignidad misma del poema radica en esa obsesión desnuda por el sentido.

El poema brota de la más íntima soledad y habla de soledades. Y pienso, no tanto en la soledad sonora de San Juan que, aunque elusiva, está poblada de seducciones, sino de esa otra que se abre en la áspera flor de la lucidez, de la cual pueden dar testimonio de primera mano la ceguera de Edipo y las quemaduras de Ícaro.

La lucidez, vista en sí misma, es aridez. Sin embargo, la lucidez es ante todo llegada a un punto cero para dar inicio a un despliegue, para expandirse en la caridad. Caridad y Lucidez conforman una unidad dialogante, una especie de Yin y Yang del alma vertidos en el poema.

2. El poeta

Dos entidades fronterizas habitan dramáticamente el ser.  La una se instala en la crisis del sentido o en su ausencia, es decir, en su búsqueda. La otra, sencillamente pragmática, obliga a proveerse del “sentido nuestro de cada día”, sentidos transitorios, banales, desechables. Pero quien realmente importa es la primera: ella es el habitante del poema, el sujeto de la creación. En su vivenciación, o al menos vislumbre, en la lectura de cada lector, el poema provee una morada, aunque sea momentánea, al poeta que hay en todos y cada uno de los hombres.

3. El poema

Escribir un poema es dejar caer un pequeño balde a nuestras aguas más profundas y extraer una muestra de esa cosa espesa, allí en nuestra condición más raíz, allí donde confluyen la pezuña y el ala; esa cosa caótica, contradictoria que, emergiendo en extraño pacto con la forma producirá el ambiguo goce del texto. No es agua fascinada para la gozosa contemplación de Narciso lo que de aquí emerge sino espejo insidioso para el diálogo con tus propios fragmentos, con tus maltrechas costuras, con tu mejor deseo, con los andrajos del esplendor de tu mejor deseo. Estoy hablando de mi balde, de mi pequeño balde, pero sospecho que todos somos aguateros del mismo pozo.

El hacedor de poemas está así unido a una especie de noria que lo determina, casi como sujeto de una perversión, a olfatear como un animal, los rastros, los restos, los rastrojos de sus sueños de los sueños colectivos, su derrota, la derrota del hombre. Lo cierto es que esta despojada confrontación constituye sustancialmente el punto de partida de toda ética, de toda forma de actuación y relación con el otro que será siempre, ante todo tú mismo, una ética presidida por una mirada oscilante entre la perplejidad, el humor, el horror y, sobre todo, la caridad.

El poema es, pues, inmersión, exploración lustral de la mismidad. Lo preside la imagen del agua –en su doble valor amenazante y vital–, la imagen del ahondamiento, de la verticalidad descendente pero iluminada por la reflexión. Y en el centro de tu mismidad, de tu soledad, paradójicamente no te encontrarás a ti mismo, sino a todos los demás, al hombre de todos los tiempos, con sus mancillas y sus miedos y sus deseos iluminados o impuros. Surge así la ética de la caridad. Y aquí lo que he dicho en más de una ocasión y repito ahora: el poema nos ayuda a ser buenos. Es esto quizás, su razón, su sentido.

4. Poesía y Poema

Esto que he estado diciendo puede ser, en verdad, predicado de otros géneros literarios, y aún de la creación artística en general, pero intuyo –y concedo de ante mano que probablemente se trate de lo que bien podría considerarse “deformación profesional”– que es el género poema, donde, por sus imperativos de mínimo de extensión y máximo de concentración, donde esta condición se revela con mayor presencia.

En el transcurso de lo dicho he deliberadamente rehuido la palabra poesía, en beneficio del uso de la palabra poema. En realidad, la palabra poesía me causa cierta desazón, no podría usarla sin cierta incomodidad, cierto embarazo: remite a cierta condición sagrada que, si bien se puede palpitar en la épica, la tragedia –géneros históricamente desaparecidos– y en la tendencia lírica de signo analógico, en términos generales se trata de una condición que ya no lo es más, que ya no es posible, por lo menos ya no aproblemáticamente posible. El poema es lo que resta de la poesía en un mundo desacralizado.

El poema es la poesía en tanto morando en la ironía. El poema viene a ser una oración sin Dios, oración que a falta de recepción se vuelve sobre sí misma, potencia su sustancia íntima: un paradójico llamado, flagrante o tácito, a la redención del hombre en el lector, inmolando en la lucidez de la palabra; es así, simultáneamente, plegaria, Dios y hombre, y así mismo, ausencia, negación de todo esto.

La invención de Dios es el acto de creación poética por excelencia, sin duda el registro más alto de la imaginación; pertenece al género épico-lírico. La invención del hombre, ocurrida dentro del imaginario clásico-renacentista, está, desde el punto de vista de los géneros, más cerca de la novela y el poema, y el desenvolvimiento de estos géneros acompañan los avatares, la crisis de uno y otro acto de la imaginación. Pensamos aquí, de manera especial, en las marcas representadas de la muerte de Dios pregonada por Nietzche y la muerte de todo metarrelato voceada por los portaestandartes de la posmodernidad.

Aun cuando, por unanimidad, se designa a la novela como el género moderno por antonomasia, es decir, afincado en la condición “caída” del hombre moderno, creemos que el poema no le hace menos honor a esta condición, es más, no es imposible pensar, y probablemente se trate otra vez de una “deformación profesional”, que el más fiel amigo del hombre moderno no sea el perro o la novela sino el poema, en el que la individualidad, que está en la base del género que lo prefigura, el género lírico, es acentuada por las condiciones de orfandad existencial, ausencia de trascendencia del mundo moderno. He aquí el estatuto del poema: los andrajos de una lírica o una épica, pariente breve e intenso de su dilatada hermana la novela, hermana en ironía, hermana en caída, construyéndose en la hibridez genérica, en el abandono de las armonías métricas, de las formas fijas.

Se ha dicho, con sabiduría, que el mejor mago es el que puede encantarse a sí mismo. Así han funcionado todas las ideologías. En esa medida el poeta es el peor de los magos. La tribu quiere ilusiones, y el poeta no quiere, no puede, no quiere dárselas: por lo menos no utopías perdurables, que no pregonen su íntima ilusoriedad, que no vayan borrando sus propias huellas, como un Orfeo que cantara siempre en un rostro mirando fijamente el deshacer de Eurídice, viéndola –sin volver la vista– disolverse eternamente, retornar a las tinieblas.

5. El Yin y el Yang del Poema

He hablado de caridad y lucidez como del Yin y el Yang del poema. En cierto modo, lo he hecho de una manera engañosa, como si se tratara de entidades separadas, excluyentes. La realidad no es tal, no podría ser tal si de los implicantes Yin y Yang hablamos. La caridad del poema es la medida de la lucidez, su capacidad de desbordamiento ocurre en la medida de su penetrabilidad, su capacidad de cobijarnos opera en proporción a su capacidad para dejarnos sin techo (o sin piso); es como si el desierto destilara su propia agua o como sucede cuando después de estar mirando intensa, fijamente un color, éste se nos hace invisible a los ojos y en su lugar aparece su complementario. Esto en la práctica se da con diferentes matices, en diferentes grados y registros, según la poética del poema es modelada en sus peculiaridades por los diferentes poetas.

Hemos estado hablando en todo momento del poema, sin embargo, al querer ejemplificarlo no se nos ocurre mejor recurso que el cine. Valga como justificación algo que dijera inicialmente: la idea de lo que se predique del poema podría en verdad predicarse de todas las formas artísticas, y que el reduccionismo en que he incurrido no es más que una explicable “deformación profesional”. Pienso en una película reciente que me ha perturbado profundamente. “Perturbado”, es decir, enriquecido, es decir, conmocionado en mis bases, para posteriormente ser restituido a mí mismo extrañamente más aéreo y denso, más liviano y terrestre, en virtud de eso que los griegos denominaron la purificación por el horror, en la tragedia. Se trata de Profundo Carmesí, de Arturo Ripstein. Ver esa pareja grotesca y ominosa de Ripstein, hermanada en la humillación y en la sangre, llegar a la apoteosis del crimen, a los abismos de lo monstruoso; tan patológicamente alejadas de nuestra cotidianidad y tan abyectamente próximas a nuestros pequeños crímenes de cada día. Y sin embargo, en medio de su círculo de horror una rara luz, una precaria dignidad los salva, la perceptible convicción de que ellos no han elegido la sangre, la sangre los ha elegido a ellos, entonces el espectador, desde la ambigua, dudosa zona de seguridad que le otorga su condición de espectador, ejerce el extraño privilegio de acompañarlos caritativamente, de perdonarlos, y al perdonarlos también pide perdón por sus propias culpas.

Coda: la lección del maestro

Un poeta en quien singularmente aparece puesta en escena esta poética del poema es en Héctor Rojas Herazo. De la frecuentación amorosa de sus páginas provienen no pocas iluminaciones de las imágenes que he estado esbozando aquí. La desacralización del hombre, que es el contexto sociológico y existencial de esta poética, es una herida demasiado próxima en su obra, de ahí ese estremecimiento agónico-religioso que la recorre. Aquí la voz poética deriva en ritmos contradictorios: requisitoria a Dios y plegaria, rechazo al ángel y consciencia del plumaje que habita su alma, levitación del hombre derrotado y conciencia de su poquedad, deseo de eternidad y dura afirmación en la temporalidad y la corporalidad, fulguración mítica y prosaísmo de lo cotidiano y minúsculo; tensiones irresueltas que dotan de especial contemporaneidad hondura y radiación su palabra.



Rómulo Busto Aguirre



* Texto leído en el II Encuentro de Escritores de la Costa, Calamar (Bolívar), agosto de 1998.

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