viernes, 29 de septiembre de 2017

Las setenta estrellas de agua




        Valencia, la capital del Valle de las papas, está a 3.000 metros de altura; la cumbre, desde donde nos proponemos mirar algunas de las 70 estrellas de agua, a 43.000. Se sube por un sendero de piedras que poco a poco se va empinando; en el pie de monte hay potreros y bosques, árboles grandes. Después de trepar los primeros 500 metros el corazón se agita; Awka Yarimajha, nuestro guía indio, pone en mi mano un puñado de hojas de coca y mambe; empiezo a masticar las hojas, poco a poco el corazón se va tranquilizando y las fuerzas se renuevan.

        Les oigo hablar, a los que avanzan con Awka, de los osos perezosos; me acerco y les manifiesto mi extrañeza, el por qué a estos animales, siendo tan lentos, se les conoce también con el nombre de pericos ligeros. Después de un silencio, habla Awka: “Les dicen así porque estos osos son muy veloces, se lanzan desde los árboles, se trepan en una nube y vuelan; en muy poco tiempo van de aquí al Amazonas.”

        En el camino damos con una piedra grande en la que están grabados algunos símbolos de las culturas indígenas, entre otros la cruz, la tawa, que en el pensamiento indio tiene un significado diferente al cristiano. Awka nos explica: “En la cruz están los cuatro puntos cardinales, el abajo y el arriba, lo horizontal y lo vertical, lo estelar y lo terrestre; y en el cruce de sus líneas, el centro, el ombligo del universo.” 

        Un poco arriba de los 3.500 metros empieza el bosque de frailejones, sus hojas grandes y alargadas, de un color blanco amarillento, e infinidad de otros árboles enanos, algunos de un centímetro, miniaturas con flores muy bellas. Estamos en verano, qué de flores habrá en invierno. El terreno parece ser fértil, no crecen porque en la altura el oxígeno es menor. Caminamos por el lomo de la montaña, abajo los bosques andinos, la selva, arriba el cielo y unas pocas nubes. He visto muchos lugares hermosos, en Colombia y fuera, ninguno como este, su esplendor es misterioso, llama al recogimiento.

        Caminando y mambeando por el interminable camino de piedras, le digo a Awka que caminar en noches oscuras por este sendero me parece imposible. Me contesta: “Cuando la noche aparece oscura, es la mente la que está oscura.”

        He visto el río Magdalena, de un gris oscuro, confundirse con el mar; desde la altura donde estamos, veo abajo la laguna de la Magdalena donde el niño río nace; los que bajaron hasta la orilla dicen que el río aquí es un hilo de agua pura. Estamos en la estrella fluvial, aquí nacen varios de los grandes ríos de Colombia, ríos que corren hacia distintas partes de la geografía del país: el Caquetá que va hacia el Amazonas; el Magdalena y el Cauca que van hacia el Atlántico, el Patía que corre hacia el Pacífico.

        En un alto, nos sentamos en rededor de Awka que, esta vez, quiere contar: “Cuentan, dice, que un joven de estos lugares caminaba a las fiestas de Santiago; desde un filo, vio abajo el pueblo y mucha gente enfiestada en las calles; se extrañó al ver a un míster, (hombre de fuera), montado en un macho grandísimo, caminando entre el gentío. Siguió el joven su camino, pensando en la fiesta, cuando de pronto, en un recodo, se encontró con el míster, y este, le preguntó que hacia dónde iba. “Voy a las fiestas de Santiago,” le contestó el joven. “Esas fiestas están muy malas, se bebe poco y casi no se baila; lo invito a unas fiestas mejores, donde en verdad se baila y se come.” El joven se quedó pensando. “Si usted quiere súbase en mi macho y yo lo llevo”, continuó. El joven se montó en ancas y se encaminaron en dirección contraria a Santiago. El macho volaba corriendo, se oía silbar el viento. Habían caminado bastante y el míster se bajó a mear, el chorro era tan grande que empezó a bajar represado, formando el río Yunguilla (nombre quechua que significa resplandecer de la luna llena). Al fin, llegaron al pueblo, la gente bailaba y bebía, era una gran fiesta. El míster lo invitó a su casa donde también se comía y bailaba, y qué carne había y qué licores; el joven bailó y bebió hasta hartarse. En la madrugada el míster le dijo: “Vaya por el macho al potrero y me lo trae". El joven le trajo el macho, y el hombre le dijo: “Es hora de que se vuelva, lo llevaré en el macho, pero antes le voy a regalar una guayunga de maíz; le regaló el maíz. El míster le dijo que se trepara en ancas y deshicieron el camino; al llegar al sitio donde lo había recogido, se despidieron. El joven regresó  a su casa. Los familiares le preguntaron por las fiestas de Santiago, y él les dijo que se había ido para otra fiesta; les contó cómo lo habían atendido y les mostró la guayunga de maíz. Los parientes se pusieron a mirar el maíz y se dieron cuenta que las mazorcas eran de oro y les brillaron los ojos”.

        La más grande de las lagunas que ahora vemos, abajo a unos 400 metros, es la de Santiago; el viento riza el agua de un azul casi negro; cerca a ella, dos de menor tamaño. A 20 minutos, subiendo a otro mirador, está La Suramérica, la Laguna seca y otra cuyo nombre no recuerdo. El día anterior habíamos divisado, desde una cumbre menor, la laguna Kusiyaco. Kusiyaco es una palabra quechua, compuesta: Kusi significa conejo, y yaco: agua; vendría a ser: conejo de agua o laguna del conejo; y en verdad la laguna tiene la forma de un conejo. Algunas de estas lagunas tienen nombres indios, la de Santiago, se llama  Sukugún: que significa rincón de los espíritus; la de la Magdalena Yumamuy, laguna de la nube. Awca nos dice que los nombres indios perdidos, están tratando de recuperarlos por medio de ritos; entre otros, el del ayuno; ayunan en las alturas durante nueve días, en ese tiempo sólo mambean; sentados al aire libre, esperan sin esperar,  hasta que las lagunas hablan.


Horacio Benavides

lunes, 25 de septiembre de 2017

JORGE TEILLIER, POETA DE LA ALDEA DEL MUNDO



  
Para ángeles y gorriones fue el primer libro publicado por el poeta chileno Jorge Teillier, salido de ediciones “Puelche” en Santiago de Chile, en el año 1956. El poeta había nacido en Lautaro, provincia del sur del país, en 1935; su muerte se produjo en Viña del Mar, en 1996. La aparición de este libro, cuando el autor apenas contaba con 21 años, vendrá a marcar en forma definitiva el rumbo de la poesía de Teillier en sus distintas etapas, la concepción poética de su mundo y el testimonio de su creación, tal como él mismo dejó dicho en un ensayo sobre la experiencia poética:

Sobre el pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi primer libro Para ángeles y gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo.

Ese mundo poético que nos describe Teillier, tiene un lado real y un lado mítico: el primero corresponde al entorno familiar de su infancia, la parroquia de Lautaro como reino de su niñez “atravesado por la locomotora 245”; el segundo es el Lautaro mítico, “aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro”. Así es como surge en la conciencia poética de Teiller el Lar mítico y, en consecuencia, la que él mismo se dio en llamar poesía lárica o de los lares, que habita en todos sus libros, como una vuelta al lugar de origen, sólo recuperado a través de la memoria poética en las palabras más sencillas de la cotidianidad que la poesía puede concedernos en su entorno más natural; leer su obra nos devuelve la gracia de sentir y oír el mundo en imágenes claras y profundas de un lenguaje con vida propia. En esa ausencia de ornamentos y ademanes postizos del acto de nombrar, cada cosa recobra su clarividencia y natural misterio. El mantel, la nieve, los rincones, la leña, el vino, la mañana, el granizo, la nube, antes que ser objetos son actos propios capaces de entrar en diálogo con el mundo habitado por el hombre, señalando una constante en toda la obra de Teillier. Así lo dice el primer fragmento de su poema “El lenguaje del cielo”:

El cielo habla un lenguaje gris,
 y callan la grave voz del vino,
 la leve voz del té.
 Los espejos se fatigan
de repetir el nombre de las cosas.
No dicen nada. No dicen: "un visitante",
"las moscas", "el libro sobre la mesa".
No dicen nada los espejos.

Sin embargo, esta recuperación del solar perdido a través de la simplicidad de las cosas resucitadas por la memoria intemporal del poeta, anula la simple nostalgia del pasado,  pues el mismo escritor fue categórico al respecto: “Yo no canto a una infancia boba. (…) la infancia es un estado que debemos alcanzar (…) Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera pasarnos”. O sea una infancia que podría estar en el mañana del hombre, a la cual debe retornar paradójicamente hacia adelante, inherente a su progreso humano y que sirva de dique a las formas artificiosas del progreso material, como bien lo supo afirmar el mismo Teillier: “Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y estandarizado del presente, en donde el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la televisión en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad gracias al lavado mental de la propaganda y deslumbramiento impuestos por el ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida”.
Por todo lo anterior vale la pena volver a leer en estas bellas ediciones de Frailejón, este primer libro de Teillier, que confirma la permanencia de un poeta esencial en la poesía chilena y latinoamericana, tan arraigado a la cotidianidad como a la vida. Este poeta de la aldea del mundo nos enseñó que “para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos”; nada sencilla en su sabiduría esta premoción poética tan sensible a hacernos pensar y a mirarnos hacia adentro, que es donde verdaderamente trascurren todos los tiempos y en los que apenas somos formas pasajeras de la existencia. Celebremos en esta edición a un poeta que habló por todos: “El silencio no puede seguir siendo mi lenguaje”-




Nelson Romero Guzmán
Ibagué, Enero 4 de 2017