Para
ángeles y gorriones fue el primer libro publicado por el poeta
chileno Jorge Teillier, salido de ediciones “Puelche” en Santiago de Chile, en
el año 1956. El poeta había nacido en Lautaro, provincia del sur del país, en
1935; su muerte se produjo en Viña del Mar, en 1996. La aparición de este libro,
cuando el autor apenas contaba con 21 años, vendrá a marcar en forma definitiva
el rumbo de la poesía de Teillier en sus distintas etapas, la concepción
poética de su mundo y el testimonio de su creación, tal como él mismo dejó
dicho en un ensayo sobre la experiencia poética:
Sobre el
pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi
primer libro Para
ángeles y gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde
también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se
conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en
noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos
visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan
nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época
hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde
aún se narran historias sobre la fundación del pueblo.
Ese mundo poético que nos describe Teillier,
tiene un lado real y un lado mítico: el primero corresponde al entorno familiar
de su infancia, la parroquia de Lautaro como reino de su niñez “atravesado por
la locomotora 245”; el segundo es el Lautaro mítico, “aquel poblado por espejos
que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde
otra época hasta nuestro encuentro”. Así es como surge en la conciencia poética
de Teiller el Lar mítico y, en consecuencia, la que él mismo se dio en llamar
poesía lárica o de los lares, que habita en todos sus libros, como una vuelta
al lugar de origen, sólo recuperado a través de la memoria poética en las
palabras más sencillas de la cotidianidad que la poesía puede concedernos en su
entorno más natural; leer su obra nos devuelve la gracia de sentir y oír el
mundo en imágenes claras y profundas de un lenguaje con vida propia. En esa ausencia
de ornamentos y ademanes postizos del acto de nombrar, cada cosa recobra su
clarividencia y natural misterio. El mantel, la nieve, los rincones, la leña,
el vino, la mañana, el granizo, la nube, antes que ser objetos son actos
propios capaces de entrar en diálogo con el mundo habitado por el hombre,
señalando una constante en toda la obra de Teillier. Así lo dice el primer
fragmento de su poema “El lenguaje del cielo”:
El cielo
habla un lenguaje gris,
y callan la grave voz del vino,
la leve voz del té.
Los espejos se fatigan
de repetir
el nombre de las cosas.
No dicen
nada. No dicen: "un visitante",
"las
moscas", "el libro sobre la mesa".
No dicen
nada los espejos.
Sin embargo, esta
recuperación del solar perdido a través de la simplicidad de las cosas
resucitadas por la memoria intemporal del poeta, anula la simple nostalgia del
pasado, pues el mismo escritor fue
categórico al respecto: “Yo no canto a una infancia boba. (…) la infancia es un
estado que debemos alcanzar (…) Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos
ha pasado, pero debiera pasarnos”. O sea una infancia que podría estar en el
mañana del hombre, a la cual debe retornar paradójicamente hacia adelante,
inherente a su progreso humano y que sirva de dique a las formas artificiosas del
progreso material, como bien lo supo afirmar el mismo Teillier: “Por omisión,
se repudia entonces el mundo mecanizado y estandarizado del presente, en donde
el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la
televisión en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad
gracias al lavado mental de la propaganda y deslumbramiento impuestos por el
ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida”.
Por todo lo anterior
vale la pena volver a leer en estas bellas ediciones de Frailejón, este primer
libro de Teillier, que confirma la permanencia de un poeta esencial en la
poesía chilena y latinoamericana, tan arraigado a la cotidianidad como a la
vida. Este poeta de la aldea del mundo nos enseñó que “para mirar la nieve en
la noche hay que cerrar los ojos”; nada sencilla en su sabiduría esta premoción
poética tan sensible a hacernos pensar y a mirarnos hacia adentro, que es donde
verdaderamente trascurren todos los tiempos y en los que apenas somos formas
pasajeras de la existencia. Celebremos en esta edición a un poeta que habló por
todos: “El silencio no puede seguir siendo mi lenguaje”-
Nelson Romero Guzmán
Ibagué, Enero 4 de 2017
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