domingo, 22 de diciembre de 2013

Baldomero Sanín según Hernando Téllez. Parte II

 En un ámbito intelectual como el nuestro, Sanín Cano parece y es una figura excepcional. A los ochenta años de edad, en Colombia, en el trópico, todo escritor, por grande que sea, es hombre al agua. En ese naufragio, sin embargo, el maestro se presenta como un irreductible almirante de agua salada. Cuando sus demás compañeros de generación han callado por la muerte, o la vida los ha llevado a la inacción y la natural decadencia que preludian el desasimiento absoluto y la mortal impotencia para toda creación del espíritu, Sanín Cano sigue ofreciendo un ejemplo de vigorosa fuerza mental, de agudeza lógica, de fértil raciocinio, de honda comprensión de la belleza y la vida.

Este libro suyo es un testimonio de su espléndida acuciosidad mental y de su nobleza crítica. Menos importante, sin duda, que sus obras anteriores, en él alienta un propósito de servicio directo a las letras patrias, de todo punto invaluable para el conocimiento, más o menos ordenado, de lo que ha sido el proceso de la literatura colombiana en cuatro siglos. Cuatro siglos de tanteo, de anhelante búsqueda en pos de las formas; cuatro siglos de reiteración sobre los modelos europeos; cuatro siglos en que casi todo, o todo, ha sido resonancia, eco, modulación sobre una clave extraña. La literatura americana es un retoño, mejor, un reflejo del arte, de la cultura, de la civilización europeas. Sanín Cano es un europeo nacido en Antioquia, a quien no le queda de su campesina provincia natal sino un vago acento perdido en la entonación de ciertas frases. Ese débil resabio ortológico acusa en éI, la tierra y la fabla originales, la áspera y difícil tierra de la montaña y los mineros, de los ríos con lecho de oro, y de la charla picante y sabrosa de los personajes de Carrasquilla. Europa ha laminado, ha atemperado esa forma exterior de la expresión antioqueña en el maestro. De la misma manera que su estilo de escritor y el alcance de sus ideas, el tono de su conversación es el de un ciudadano del mundo, para quien el mundo es su grande experiencia y su adecuada representación. Pocas veces en la literatura hispanoamericana se dan casos como el de Sanín Cano, en los cuales el mensaje del escritor no está provincialmente circunscrito a los términos geográficos y espirituales de la tierra en que se produce. Los libros, los ensayos de Sanín Cano pueden ser leídos con deleite y provecho en cualquier parte del mundo, en cualquier idioma. Responden a una sensibilidad y a un criterio universales de las cosas y de los hechos y están iluminados por la gracia esbelta y severa, al mismo tiempo, de una larga, sabia y fructuosa experiencia intelectual. 

El estilo de Sanín Cano es de una sobriedad manifiesta. A mí me seduce, me atrae esa tendencia a lo esencial, precisamente porque ella opone un ejemplar contrapunto al desborde y la superabundancia formales, típicas manías en que se distraen con indudable éxito muchas veces, los escritores hispanoamericanos. Esa sobriedad inexorable, que se confunde equivocadamente con la dureza, no excluye en Sanín Cano el don de la interna gracia, el incoercible matiz del humor, el toque sutil y emocionante de la belleza del concepto y de la palabra. Dos generaciones de escritores, de admiradores, de amigos, hemos nombrado a Sanín Cano como “maestro”. Maestro de la vida por el ejemplo de rectitud y sencillez, de bondad y de eficacia que de esa larga  vida se desprende; maestro por la inteligencia y la sabiduría, maestro por la sonrisa espiritual que vuela de sus páginas

(En: Téllez, Hernando. Diario. Colombia, Ed. Universidad de Antioquia, 2003 pp. 185 - 189)


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