Quiso convertir en poesía el galope brutal de unos potros
por la llanura, la borrasca de crines, de resoplos y espuma, la
fuga desenfrenada que deja atrás al viento mismo. Más admirable es que también haya podido capturar el fenómeno contrario, el vuelo casi imperceptible de una mariposa, y en un
soplo de sílabas sucesivas, construir un silencio:
Pasa sin hacer sombra con sus alas de seda.
En Morada al Sur, de Aurelio Arturo, el poeta se detiene:
Con un pie en una cámara hechizada y el otro a la orilla del valle,
donde hierve la noche estrellada
En nuestra tradición literaria, esa frontera separa la cámara hechizada del lenguaje de la realidad turbulenta del mundo.
Venida de muy lejos, la lengua nunca supo nombrar plenamente este mundo al que había llegado; venía tiranizada por
fantasmas y por tierras perdidas, por ruiseñores y olivares que
estaban sólo en su memoria.
Buen modernista, Rivera se esforzó por hacer caber los
pájaros y los montes de su tierra en el marco del soneto parnasiano, y ya es ganancia que tratara de serle fiel a sus morichales frente al exotismo de poetas como Guillermo Valencia,
que sólo encontraban poético lo que hubieran cantado previa-
mente Leconte de l’Isle y Lamartine.
El joven Rivera trataba de ajustar al marco neoclásico los
caimanes y las garzas, la paloma torcaz, los potros sin freno y
las montañas luminosas. Pero después se internó por la selva y comprendió que esa cosa desmesurada y tremenda no
cabía en el salón de acuarelas, porque además de la belleza
incansable de la vegetación y de las criaturas silvestres tenía
una fecundidad destructiva, un secreto inasible para la lengua
recién llegada, un poder de serpiente que envuelve y devora.
Sus poemas permanecen detenidos en la víspera de La Vorágine, con su sed de armonía heredada de Rubén Darío, con
el ansia de equilibrio y eufonía de la estrofa modernista. Pero
su amor por la realidad era sincero, su mirada era nueva, y la
búsqueda de detalles significativos salvó muchos de sus poemas de ser apenas paisajes convencionales.
El poeta que había en él supo encontrar los muchos matices conmovedores que salvaron sus versos. Más lejos que la
humilde paloma torcaz vuela ese verso que parece definir a la
poesía misma:
Cantadora sencilla de una gran pesadumbre
Y cuando en el poema la pequeña paloma:
Acongoja la selva con su blanda quejumbre
mágicamente sentimos que un pequeño elemento puede
contagiar su dolor, su energía y su embrujo, a la inmensidad.
En Colombia hay una mitad del país que no hemos visto. Esa enorme región de llanuras, de selva y misterio, tiene en nuestra literatura un solo nombre: José Eustasio Rivera.
Bogotá, agosto de 2013
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